Durante la década de los setenta, en paralelo al movimiento político y al activismo, la teoría feminista empezará a encontrar su aplicación, al igual que en otras disciplinas, en las prácticas artísticas y en la historia del arte. Serán años, desde la publicación del ensayo “¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?” de Linda Nochlin en la revista ArtNews en 1971, en los que las artistas empiecen a hacerse conscientes de que no tienen referentes, porque la historia que conocemos es una historia contada por hombres. Los logros de la mujeres, tal y como dijo Judy Chicago, han sido “repetidamente borrados de la historia”. Se vuelve urgente la creación de genealogías para conquistar el espacio público y la historia, para reivindicar a las referentes del pasado, pero también para hacer visibles a las contemporáneas.
Y no solo las genealogías, porque aquel texto fundacional de Linda Nochlin había puesto en cuestión conceptos como el de genio y en consecuencia el de obra maestra, sobre los que se había sustentado tradicionalmente el relato de la historia del arte.
En este contexto surge Some living american women artists de Mary Beth Edelson, en 1972, un ejemplo temprano en la creación de genealogías e incluso en el arte feminista, sobre todo si tenemos en cuenta que fue en 1970 cuando Judy Chicago y Miriam Schapiro organizan en Fresno el I Programa de arte feminista que dos años más tarde se trasladará a California. El objetivo del programa, que tomaba como modelos los grupos feministas de autoconciencia, era ayudar a las participantes a construir una identidad fuerte que les impulsara a desarrollar sus carreras profesionales.
Conocida como La última cena del arte feminista, Some living american women artists reinterpreta a través del collage La Última Cena de Leonardo da Vinci. La elección de la obra que servirá como base, evidentemente, no es casual. La artista no solo se está apropiando de una obra maestra, transformándola y de algún modo profanándola, sino que también se apropia de la historia y traspasa los límites simbólicos de la obra maestra de carácter único al ser impresa y distribuida en varias ediciones y accesible a todo tipo de público y profesionales.
Mary Beth Edelson contactó con mujeres artistas a las que conocía personalmente o de las que tenía referencias, para pedirles fotografías que serán la base del fotomontaje final, insertando sus caras sobre las de los protagonistas originales de la obra. Que sea una cena, tampoco es una cuestión arbitraria. Al igual que haría años después Judy Chicago en la icónica instalación The Dinner party (1974 – 1979) utiliza esta escena para situar a las mujeres en la historia, hacerlas protagonistas. Son las mujeres las que se sientan a la mesa y no las que preparan la comida o se encargan de servirla. Quería, en sus propias palabras, “burlarse de la exclusividad masculina del patriarcado”.
En total, son trece las mujeres artistas sentadas a la mesa. En la parte central, ocupando el lugar de Cristo, está Georgia O’Keeffe, una artista que ya en los setenta era una figura ampliamente reconocida y respetada en el contexto internacional y un espejo en el que las artistas que iniciaban sus trayectorias querían verse reflejadas, a pesar de que O’Keeffe rechazaba la etiqueta de mujer artista. Junto a ellas, ocupando de manera aleatoria el lugar de los apóstoles aparecen también Lynda Benglis, Helen Frankenthaler, June Wayne, Alma Thomas, Lee Krasner, Nancy Graves, Elaine de Kooning, Louise Nevelson, M. C. Richards, Lila Katzen y Yoko Ono. El papel de Judas en esta última cena fue suprimido por Mary Beth Edelson. La posición de las artistas en esta parte de la obra fue bastante arbitraria: y reconocía que “no fueron elecciones políticas basadas en asociaciones personales, sino que se centraron en la diversidad de razas y medios artísticos.”
Alrededor de la escena central aparecen 69 artistas más, entre las que estarían Alice Neel, Faith Ringgold, Agnes Martín, Joan Mitchell, Miriam Schapiro, Carolee Schneemann, Eleanor Antin, Marta Minujín, Betty Parsons, Judy Chicago, Yayoi Kusama o Hannah Wilke.
En total, son 82 las artistas que componen este archivo visual que actuaba de algún modo como dispositivo perfomático virtual en el pudieron coincidir artistas que no se conocían entre sí ni habían compartido espacio antes.
SLAWA (como Mary Beth Edelson se refería a su obra) no es el primer intento de crear genealogías de mujeres artistas pero quizás sí fue el primero que se hizo conscientemente desde las prácticas artísticas feministas. Después vinieron muchos más, como la Dinner party de Judy Chicago, en formato de instalaciones, performances, exposiciones o publicaciones. Tampoco puede decirse, estrictamente, que SLAWA sea la única Última cena del arte feminista, porque, sin ir más lejos, en el año 2017 la cordobesa Verónica Ruth Frías desarrolló un proyecto en el cuestionaba el papel secundario al que quedaba relegada la mujer en la Biblia y planteaba cómo habría sido la historia si el hijo de Dios hubiera sido, en realidad, una hija.
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