«La cólera puede alimentar la performance con una intensidad que la pintura y la escultura no pueden conocer». Leo esta frase de Judy Chicago y, aunque es arriesgado hablar de performance en este caso, no puedo evitar pensar en Frida Kahlo. También en otras mujeres artistas, pero primero en Frida Kahlo. Más si entendemos la performance del modo en que lo hace Richard Schechner, como un «repertorio reiterado de conductas repetidas».
Pienso en Frida Kahlo mirando su obra Unos cuantos piquetitos y dándose cuenta de que solo con la pintura no era suficiente.
En 1935, un periódico mexicano recogió la noticia del asesinato de un mujer a manos de su pareja. El hombre, ante el juez, se justificó diciendo «¡Pero si solo le di unos cuantos piquetitos!»: ella le era infiel. El crimen, sin duda, debió resonar en Frida Kahlo, atrapada en una relación de gran dependencia emocional y violencia psicológica con Diego Rivera. Kahlo, además, habría descubierto un año antes, en 1934, que Rivera le era infiel con su hermana, Cristina Kahlo.
Frida Kahlo pintará el crimen en Coyoacán en 1935. Con frecuencia se ha asociado esta obra a un temprano compromiso feminista de la artista mexicana, o como sugiere Eli Bartra a un feminismo involuntario, aunque podríamos entender que lo que hace simplemente es pintar su propia rabia y su propia realidad. Kahlo, tras tener conocimiento de la infidelidad de Rivera, empezará a serle infiel como venganza. La identificación con la escena es, por lo tanto, inevitable:
«Esa mujer asesinada era en cierto modo yo, a quien Diego asesinaba todos los días. O bien era la otra, la mujer con quien Diego podía estar y a quien yo hubiera querido hacer desaparecer. Sentía en mí una buena dosis de violencia, no puedo negarlo, y la manejaba como podía…»
Unos cuantos piquetitos en la mirada de Frida Kahlo sigue la tradición de los exvotos mexicanos. Es una obra pintada en óleo sobre metal con el título escrito en una cinta de tela sostenida por dos pájaros, uno blanco y otro negro, que harían referencia a la dualidad, al bien y al mal. Vemos a la mujer asesinada, quizás aún agonizando, desnuda y cubierta de sangre. La sangre también llega hasta las sábanas blancas y al suelo de la habitación. Las heridas en el cuerpo son evidentes, al igual que lo es el puñal que sostiene en sus manos su asesino, que aparece junto a ella con la ropa cubierta de sangre y una pasmosa tranquilidad.
Pero hay un elemento de esta obra que me llama poderosamente la atención. Se sitúa fuera de la escena: es el marco. Fue la propia Frida Kahlo quien eligió un marco de madera liso, sencillo. Ese marco, actualmente, está cubierto de manchas rojas e incluso tiene marcas, sobre todo en la parte superior, de haber sido agredido con un objeto punzante.
En una fotografía posterior a la realización de la obra tomada por Wallace Marly a Frida Kahlo nos sorprende ver que el marco, en ese momento, está todavía intacto, o eso nos parece. En la parte superior vemos clavado un objeto punzante. Es un arma. Es el año 1938. Un año más tarde se divorcia de Diego Rivera, aunque retoman la relación en 1941.
Imagino a Frida Kahlo cogiendo su arma y atacando el marco de su propia obra, siguiendo un «repertorio reiterado de conductas repetidas», como dice Richard Schechner en su definición de performance. No sabemos con qué frecuencia repetiría este gesto, si lo haría rápido o lento, si lo hizo a solas o si alguna vez hubo testigos. Lo que sabemos es que, como cuentan desde el Museo Dolores Olmedo, donde se conserva la pintura, Frida Kahlo apuñaló el marco.
También lo manchó de rojo. La sangre del crimen representado en Unos cuantos piquetitos llega hasta el plano del espectador, nos salpica y nos convierte en cómplices. Al mismo tiempo es una expresión de su rabia. Es la prueba de una violencia que Frida Kahlo ejerce y sufre, o que ejerce porque sufre. Ella es al mismo tiempo la mujer maltratada que se convierte en infiel y la mujer asesinada que quiere ser asesina para sobrevivir.
Pienso en Frida Kahlo leyendo ese periódico de 1935 y después imagino a Suzanne Lacy y Leslie Labowitz, creadoras del colectivo Ariadne (A social network), cuatro décadas después, en octubre de 1977, siguiendo la cobertura mediática sensacionalista del caso del llamado «estrangulador de la colina», que en pocos meses había matado a diez mujeres en Los Ángeles. Los medios de comunicación juzgaban y exponían sin rubor la vida privada de las víctimas, culpabilizándolas, y fomentando un clima social basado en el terror. Un tratamiento informativo que no nos resulta tan lejano si pensamos en el caso Alcàsser, o más recientemente en el de Diana Quer. Lacy y Labowitz canalizan su rabia a través de la performance y promoverán lo que será un ritual colectivo de ira y dolor en el que participan colectivos feministas y familiares de las mujeres asesinadas: In mourning and in rage (De luto y con rabia).
El 21 de diciembre de 1977 un cortejo formado por un coche fúnebre seguido de setenta mujeres vestidas de negro se detiene en las proximidades del Ayuntamiento de Los Ángeles. Diez mujeres vestidas de negro y con el rostro cubierto se bajan de los coches. También una mujer más, vestida de rojo. Una por una, todas estas mujeres se irán situando en unas escaleras, contando sus razones para estar allí, exponiendo diferentes formas de violencia ejercida sobre las mujeres y reclamando el derecho a la autodefensa con un grito colectivo: «En memoria de nuestras hermanas, ¡Nos defendemos! ¡Nos defendemos!».
Leo la frase de Judy Chicago y pienso en Frida Kahlo y en Suzanne Lacy y Leslie Labowitz.
También pienso en Regina José Galindo leyendo las noticias sobre la violación grupal de La Manada en 2016. En Verónica Ruth Frías apuntándonos con una escopeta en su proyecto Armadas hasta los dientes. Y en Niki de Saint Phalle disparando contra su padre, contra todos los hombres, contra la pintura y contra sí misma en sus Shooting Paintings. Y en Mónica Mayer, leyendo en voz alta junto a sus colaboradoras, el resultado de su performance colectiva El tendedero durante la clausura de su exposición retrocolectiva del MUAC de México en 2016: más de 500 tarjetas con testimonios de violencia sufrida por mujeres. Y en Yolanda Domínguez reuniendo a cientos de mujeres para nombrar a las 1027 asesinadas en España entre 2004 y 2019.
Y en Ana Mendieta cayendo “accidentalmente” desde la ventana de su apartamento en un edificio de Nueva York el 8 de septiembre de 1985.
[Artículo incluido en Violencias, publicación de Woman Art House]
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